viernes, 15 de diciembre de 2023

Rigoberto López Pérez y el principio del fin de la Dictadura Somocista

Era un caluroso viernes 21 de septiembre en la pintoresca León, la ciudad universitaria que palpita con una energía intensa bajo el yugo del sol ardiente. En este día crucial, el hombre decidido a conquistar una vez más la silla presidencial se alzaba como una figura ominosa en el escenario político. La expectación se esparcía por las calles como un fuego ansioso, y el teatro González, donde se llevaría a cabo el trascendental acto, bullía con la anticipación de aquellos que serían testigos de la postulación del General Somoza.

En las calles, el tétrico teatro de los acontecimientos se desplegaba con una coreografía frenética. En la esquina opuesta al parque central, donde la estatua de Jerez mira hacia el oeste, como si buscara respuestas en el horizonte, se vislumbraba el escenario de una futura batalla política. Mientras tanto, en la seguridad de su hogar, Rigoberto, con la mente sumergida en el porvenir incierto que le aguardaba a su nación, recitaba a su madre el poema "Confesión de un Soldado".

La atmósfera febril de la ciudad se veía reflejada en la cruda realidad de las páginas del periódico "El Cronista", donde Rigoberto solía plasmar sus pensamientos con tinta y papel. En su poema previamente publicado, las palabras resonaban como un eco inquietante: "Las flores de mis días siempre estarán marchitas si la sangre del tirano está en sus venas" y "Yo estoy buscando el pez de la libertad en la muerte del tirano" (Tünnermann Bernheim, 1981, pág. 180).

La oscura profecía se cernía sobre la ciudad, y la noche del 21 de septiembre traía consigo una metamorfosis en las calles de León. Las fuerzas policiales, especialmente la imponente Guardia Presidencial, se desplegaban con una eficiencia militar, llenando las calles con el estruendo de vehículos militares y el chirriar de sus llantas sobre el pavimento. La aparente serenidad de la ciudad se desvanecía mientras los militares, con sus uniformes imponentes, impartían órdenes con autoridad y arrastraban a los opositores de sus hogares hacia el incierto escenario de las calles iluminadas por la luna.

Rigoberto, el intrépido buscador de justicia, ya había rastreado los pasos del escurridizo Somoza por tierras lejanas. Desde los soleados confines de Panamá hasta los polvorientos corrales de la Hacienda San Jacinto en Managua, había persistido incansablemente en su misión. Incluso en la Convención Liberal del Partido Liberal Nacionalista, donde las maquinaciones políticas tejían una maraña de traiciones, la esquiva presencia del General Somoza se le escapaba entre los dedos. En su desesperado afán por la verdad, Rigoberto había apuntado su pistola hacia el pasado, pero el destino caprichoso le negaba el encuentro cara a cara.

Las fuerzas invisibles del destino jugaron sus cartas cuando, de manera inesperada, la senda de Rigoberto se cruzó con la del hombre que buscaba en la Gran Fiesta que se celebraría en la Casa del Obrero. La ciudad, aún convulsa por las maquinaciones políticas y la anticipación al acto del General Somoza, servía como telón de fondo para el encuentro inminente entre el cazador y su presa.

La atmósfera enrarecida de la ciudad universitaria palpitaba con la tensión acumulada. Rigoberto, inmerso en sus propios pensamientos y en la inevitable confrontación que se avecinaba, se adentró en la Casa del Obrero con la certeza de que la noche traería consigo el desenlace de años de persecución y anhelos de venganza.

Rigoberto, enfundado en los colores sagrados de la Bandera Nacional, avanzaba con determinación por las sombrías calles de la ciudad, ondeando en su ser el azul y blanco que simbolizaban la esperanza y la lucha. El sol, testigo mudo de su sacrificio inminente, lanzaba sus últimos destellos sobre la urbe convulsa.

El revólver, fiel compañero de su causa, descansaba en su mano como un símbolo de resistencia. Un calibre 38 Smith & Wesson, un artefacto cargado no solo con balas de plomo, sino con las explosiones de anhelos y sueños de un país sometida por la extirpe sangrienta. Cada disparo resonaba como una plegaria, una súplica por la liberación de una nación oprimida.

En su odisea personal, Rigoberto había aprendido a manejar esa arma en las tierras lejanas del Salvador, guiado por el Capitán Alfaro, un antiguo miembro de la Guardia Nacional expulsado por Somoza. Aquel hombre valiente se había alzado en rebeldía contra el tirano en abril del '54, y su destino lo llevó a convertirse en mentor y guía de Rigoberto en la lucha por la libertad.

La noche, testigo cómplice de las conspiraciones y los ideales clandestinos, se cernía sobre la ciudad con su manto de oscuridad. Rigoberto, decidido a enfrentar su destino, avanzaba hacia el teatro González, donde se gestaba la encrucijada de la historia. La estatua de Jerez, mirando hacia el oeste, parecía susurrarle palabras de aliento en el viento nocturno.

El poema "Confesión de un Soldado", recitado en la intimidad de su hogar, resonaba en su mente como un eco premonitorio. Cada paso que daba era un compás en la sinfonía del deber y la redención. Rigoberto se convertía en el protagonista de una narrativa que se entrelazaba con los hilos de la historia, una historia donde la lucha por la justicia se escribía con la tinta de la valentía y la sangre de los oprimidos.

Los más fervientes detractores de Somoza, los que llevaban en su esencia el repudio a su figura, dejaron caer palabras amenazantes mucho antes de que él llegara a la majestuosa metrópoli para anunciar su ambiciosa candidatura presidencial. La conspiración y el descontento se tejían en las sombras de León, como hilos invisibles que unían a los opositores en un pacto silencioso.

"Si se aventura a León, será recibido por la muerte", susurraban en voz baja, como un juramento clandestino entre aquellos que anhelaban la caída del tirano. La ciudad, testigo de innumerables intrigas y anhelos de libertad, aguardaba la llegada del hombre que personificaba la opresión.

Las calles adoquinadas, marcadas por siglos de historia y resistencia, resonaban con el murmullo de conspiraciones y conspiradores. La frase "Si viene a León, se va en cajón" se difundía como un viento sutil que acariciaba los oídos de quienes buscaban la liberación de las cadenas impuestas por Somoza.

La estatua de Jerez, inmóvil en el parque central, parecía observar con ojos de piedra la intriga que se gestaba en la ciudad. Rigoberto, el valiente protagonista de esta historia, escuchaba estos murmullos con una mezcla de determinación y temor. En sus ojos ardía la llama de la resistencia, pero también sabía que el precio de desafiar al poder establecido podría ser alto.

Así, León se convertía en el escenario de una trama en la que las palabras amenazantes se entrelazaban con la tensión creciente. La llegada de Somoza se acercaba, y la ciudad, impregnada de secretos y conspiraciones, aguardaba el desenlace de una historia que se estaba escribiendo con la pluma de la revolución.

Fue Rafael Corrales Rojas, un hombre cuyo destino estaba tejido con hebras de lealtad y traición, quien facilitó el paso sin escrutinio alguno a la fiesta en honor a Somoza García en la Casa del Obrero. El antiguo cómplice, con la mirada oculta tras la sombra de su propia intriga, guió al desafiante infiltrado con astucia, permitiéndole deslizarse sin ser detectado en la celebración que aguardaba.

La casa, iluminada por la luna que espiaba entre las nubes nocturnas, resonaba con la música y las risas de aquellos que alababan al tirano. Rafael, el hábil artífice de este pasaje inadvertido, caminaba entre las sombras con la certeza de que su propio destino estaba atado a las decisiones tomadas en ese momento crucial.

Sin embargo, los giros del destino son tan implacables como el viento que susurra secretos al oído de la noche. La traición, cual hoja afilada que corta la lealtad, acechaba en las esquinas oscurecidas de la trama. Rafael, una vez aliado, caería en desgracia. Las sombras que antes le sirvieron de refugio se volvieron su cárcel cuando la cruel mano de la tortura le arrebató la última esperanza.

La tortura, con su maestría sádica, desdibujó la figura de Rafael hasta el punto de la no vuelta. Sus gritos se entrelazaron con la agonía de la noche, y su cuerpo se convirtió en testigo silente de la traición y la crueldad que marcaban aquel capítulo oscuro de la historia. La Casa del Obrero, que había sido el escenario de festejo y adulación, se transformó en el tétrico telón de fondo de la tragedia que sellaría el destino de Rafael Corrales Rojas, llevándolo inexorablemente hacia la muerte.

En este mismo recinto, donde las sombras de la historia conspiraban con los susurros de la rebelión, Rigoberto desenvainó con determinación su pistola Smith & Wesson. Con cada paso, resonaba en su mente el eco de la instrucción recibida en las tierras lejanas del Salvador, donde el Capitán Alfaro le había enseñado el arte de resistir contra la opresión.

Como un guerrero que danza en la cuerda tensa entre la vida y la muerte, Rigoberto apuntó con firmeza al tirano que simbolizaba la simiente de la tiranía. Cada disparo resonaba como un eco liberador, como la manifestación audaz de aquel que había decidido sacrificar su propia existencia para erradicar la plaga que asolaba su patria.

Su cuerpo, testigo mudo de la batalla librada, se convirtió en el lienzo marcado por la ferocidad de la Guardia Nacional al servicio del tirano. Cincuenta impactos de bala narraban la lucha encarnizada entre la voluntad de un hombre y las fuerzas implacables que buscaban sofocar la rebelión. La Casa del Obrero, que había sido el epicentro de la opresión, se transformó en el escenario de la resistencia, donde cada bala disparada llevaba impregnada la esencia de una nación que anhelaba la libertad.

El cometido de Rigoberto en esta vida estaba sellado. Su sacrificio resonaría en los anales de la historia, como un capítulo imperecedero de valentía y desafío. La tiranía había caído a manos de aquel que, con su último aliento, había decidido ser el instrumento de la justicia.

Y así, mientras la oscuridad de la noche envolvía la escena, la ciudad vibraba con el eco de un nuevo amanecer. Las cadenas de la opresión se desvanecían, y la libertad se alzaba victoriosa en el horizonte. La historia de Rigoberto, un hombre común que se convirtió en el héroe de su pueblo, resonaría en las generaciones venideras como un recordatorio de que incluso en los momentos más oscuros, la llama de la resistencia puede encenderse y desafiar la sombra de la tiranía.


Video de visita a la actual casa del Obrero ahora Museo Rigoberto Lopez Perez 

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