sábado, 28 de junio de 2025

Más libros, menos pantallas: el antídoto contra la idiotización digital

 “No hay herramienta más útil para el desarrollo cerebral que un libro.”

Michel Desmurget, 2024

En tiempos donde el brillo de una pantalla parece opacar el valor de una página impresa, la lectura continúa siendo la actividad más poderosa para el desarrollo humano. No solo construye conocimiento, también moldea la imaginación, las emociones y las habilidades sociales. Leer nos transforma, y dejar de hacerlo empobrece nuestras capacidades.

La lectura no es simplemente decodificar palabras, es mejorar las competencias lingüísticas, ampliar el vocabulario, comprender y desarrollar un estilo propio de escritura y dominar la ortografía. Pero más allá de esas competencias que desearíamos que los estudiantes desarrollen, leer alimenta el pensamiento crítico, la reflexión, la creatividad.

Desmurget (2024) sostiene que el libro construye al niño en su triple dimensión: intelectual, emocional y social. Por eso, la alarmante reducción de esta práctica entre las nuevas generaciones representa un verdadero desastre para la riqueza colectiva de nuestra sociedad.

Leer por placer, sin una finalidad utilitaria, es una celebración del conocimiento. Leer alimenta la escuela y la escuela necesita lectores. Sin lectura, el aprendizaje se vuelve mecánico y superficial. Con ella, en cambio, nace la comprensión profunda, la reflexión y la verdadera educación. Desde diferentes perspectivas se ha advertido, debemos dejar de ver la lectura como una inversión para un futuro más rentable. Convertirla en un deber utilitario y angustiante ha hecho que muchos jóvenes la perciban como un tedioso castigo, y no como la fiesta intelectual que realmente es.

Mientras los libros retroceden, el entretenimiento digital avanza sin freno. Hoy está ampliamente demostrado que cuanto más tiempo se expone una familia a las pantallas durante su ocio, menos tiempo dedica a la lectura y a las interacciones familiares. Entre los dos y los dieciocho años, los jóvenes de países occidentales pasan entre tres y casi siete horas diarias frente a pantallas, en promedio.

Frente a este fenómeno, sorprende el discurso complaciente de muchos expertos y comunicadores. Psiquiatras, sociólogos, médicos y periodistas tranquilizan a los padres asegurando que estamos en una nueva era, que los llamados “nativos digitales” son más veloces, eficientes y colaborativos. Sin embargo, detrás de este relato optimista, numerosos estudios científicos demuestran el impacto negativo de este consumo: dificultades en el lenguaje, disminución de la concentración, aumento de la impulsividad, alteraciones del sueño, ansiedad, obesidad y bajo rendimiento académico.

Gardner y Davis (2014), en La generación app, analizan cómo las tecnologías digitales han reconfigurado la identidad, la intimidad y la imaginación de los jóvenes. Mientras algunas aplicaciones podrían ayudarnos a explorar nuevas posibilidades (las app-capacitadoras), muchas otras nos convierten en app-dependientes, usuarios pasivos que delegan sus decisiones, deseos y objetivos en algoritmos.

Lewis Mumford lo planteó con claridad: la verdadera cuestión es si controlamos la tecnología o si la tecnología nos controla a nosotros.

Resulta llamativo cómo, en distintas partes del mundo, se ha normalizado una forma de educación superficial, desligada del pensamiento crítico y profundamente acomodada al uso pasivo de las pantallas.

La creciente dependencia de los dispositivos digitales no sólo ha transformado la forma de aprender, sino también la manera de pensar, sentir y actuar. Mucho del contenido que circula en plataformas digitales prioriza lo inmediato, lo emocional, lo polarizante y lo banal, desplazando lentamente a la lectura, la reflexión y el análisis.

Esta tendencia construye y educa: una ciudadanía distraída, fragmentada, volcada hacia el entretenimiento permanente y desinteresada en la lectura o la argumentación, es mucho más fácil de conducir.

Como ya lo advertían visionarios como Orwell en 1984 o Huxley en Un mundo feliz, las formas modernas de control ya no necesitan imponer silencio; basta con saturar de ruido. El exceso de información irrelevante termina cumpliendo la misma función: el pensamiento se diluye entre estímulos constantes y la capacidad de juicio se diluye.

La educación, en este contexto, corre el riesgo de convertirse en una herramienta de adaptación más que de emancipación. Una educación sin libros, sin preguntas profundas, sin tiempo para leer o escribir, no forma ciudadanos críticos, sino usuarios obedientes del sistema digital, más cuando la estadística es más importante que la educación en sí.

El ocio digital moldea identidades superficiales, desalienta el esfuerzo intelectual y limita la imaginación a simples modificaciones de ideas ajenas. La aparente libertad de internet ha generado una generación que, aunque tiene acceso a más información, comprende menos y el cuestionamiento de su entorno es poco o nulo.

¿Zombis digitales?

El impacto es tan profundo que podríamos hablar de una “idiotización digital”. Muchos estudiantes no sienten pudor alguno en confesar que no saben redactar, inferir un texto o resolver una operación básica.

Incluso el propio James R. Flynn, reconocido por documentar el aumento del coeficiente intelectual a lo largo de generaciones, advertía que esta tendencia no implica una mejora integral del pensamiento. Podemos saber más, sí, pero comprender menos. Como él mismo señaló: “Independientemente de lo que estemos haciendo, estamos logrando ganancias masivas de coeficiente intelectual… pero eso no significa que entendamos mejor nuestra condición humana” (Flynn, 2012).

Y aunque se argumenta que los videojuegos y apps desarrollan habilidades visuales y resolución de problemas (Greenfield, 1998; Johnson, 2005), el efecto de largo plazo en el desarrollo cognitivo y emocional sigue siendo profundamente preocupante.

La paradoja educativa

De Europa a América, el discurso digital dominante se repite: “esta generación es la más inteligente de todos los tiempos”. Quienes discrepan son tachados de anticuados o alarmistas. No obstante, los críticos no son simples nostálgicos: son científicos, docentes, escritores, médicos y psicólogos que han estudiado el fenómeno con seriedad.

Muchos coinciden en que la digitalización prematura ha sido un fracaso costoso. La distribución masiva de tabletas en países pobres no ha mejorado las competencias lectoras o matemáticas. En las escuelas, la incorporación indiscriminada de tecnología ha resultado en un pobre retorno académico. Como resume Guillaume Erner en Le Huffington Post:

“Confiad vuestros hijos a las pantallas, mientras los fabricantes de pantallas seguirán confiando los suyos a los libros”.

¿Necesitaremos escuelas en el futuro?

Howard Gardner planteó una pregunta provocadora: ¿En el futuro, seguiremos necesitando escuelas? La respuesta dependerá, entre otras cosas, de si defendemos la lectura como una herramienta insustituible de desarrollo humano. Porque no he encontrado mejor antídoto contra la idiotización de las mentes que un buen libro.

Bibliografía

Desmurget, M. (2020). La fábrica de cretinos digitales. Península.

Desmurget, M. (2024). Más libros y menos pantallas. Cómo acabar con los cretinos digitales. Península.

Gardner, H., & Davis, K. (2014). La generación app. Paidós.

Flynn, J. R. (2012). Are We Getting Smarter? Cambridge University Press.

Greenfield, P. (1998). The Cultural Evolution of IQ.

Johnson, S. (2005). Everything Bad Is Good for You.

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