jueves, 25 de agosto de 2022

¿Quién mató a Somoza? 2

Relaciones amistosas entre el FSLN nicaragüense y el ERP argentino habian sido establecidas antes por Carlos Fonseca y Mario Roberto Santucho iniciaron el contacto. Ramón habia retomado el hilo hacia menos de una año, cuando fue invitado a la Habana para asistir al aniversario de celebración del asalto al Cuartel Moncada. Fue entonces cuando hizo amistad con Jacinto Suárez, un cuadro sandinista. (Alegria & Flakol, 1993, pág. 19)

Los tres amigos Ramón, Santiago y Armando, acostumbraban reunirse una vez por semana en el restaurante Los Gauchos para compartir algunas cervezasy saborear un asado. 

Esta vez Ramón aprovechó para ventilar sus inquietudes sobre la situación poco esperanzadora de Argentina y el otro problema que le preocupaba: mantener cohesionado el pequeño grupo que estaba en Nicaragua. 

Debemos pensar en algo concreto- prosiguió Ramón -, algo que motive a los compañeros a manterse unidos alrededor de un proyecto especifico que aborda todas nuestras energias. 

Sin duda aisintió Santiago, pero a la vez debe ser algo que fortalezca los lazos que nos unen con los compañeros que han quedado dentro del país. 

Ramón dejó suelto momentáneamente un hilo de la trama lógica que esta tejiendo y recogió otro: la actividad contrarevolucionaria cuya principal fuente eran las bandas de Guardias somocistas en la forntera de Honduras. 

Estaba convencido que alguien los mantenia alli, en campamentos provisionales, pero bajo disciplina militar y con un abastecimiento adeucado de alimentos y municiones. Alguien los mantenia alli, animándoles para que irrumpieran periódicamente en territorio nicaragüense.

Lei en alguna parte que Samuel Genie tiene por lo menos doce hombres de su seguridad velándolo dia y noche, aparte de la policia y las fuerzas de seguridad de Stroessner. Seguro que eligió una fortaleza parecida al bunker de Tiscapa para vivir. 

Un lugar tranquilo, lo que necesita para su corazón. Probablemente va a morirse de cirrosis al higado a los 85 años. 

! Ah no¡ saltó Armando, seria una vergüenza histórica permitir que ese asesino se muera tranquilamente en su cama de tanto beber guaro. 

Bueno. Entonces ¿ por qué no hacemos algo al respecto? (Alegria & Flakol, 1993, pág. 31)






Gorriaran Merlo, E. (2003). Memorias de Enrique Gorriarán Merlo : de los Setenta a La Tablada. Buenos Aires : Planeta .

Zub Centeno, M. (2016). Somoza en Paraguay. Vida y muerte de un dictador. . Managua : Hispamer.

¿Quién mató a Somoza? 1

 Otro de los libros que se han escrito sobre este tema es Somoza en Paraguay. Vida y muerte de un dictador de Monica Zub Centeno, periodista que escribió este libro como parte de su tesis de Licenciatura en Periodismo. 

La  última década del stronismo comenzaría con dos episodios de particular violencia: La represión contra los campesinos que asaltaron un ómnibus (el llamado “caso Caaguazú”) y el asesinato del ex presidente de Nicaragua Anastasio Somoza. Mientras, en el primer caso el terror golpeó a una limitada región campesina y la rutina urbana apenas se alteró; en el segundo se extendió a todo el país que se vio sacudido durante meses por sucesivas redadas policiales que buscaban infructuosamente, a los autores del atentado. (Zub Centeno, 2016)


(Zub Centeno, 2016, pág. 99)

La idea de la acción que ejecutaría este comando, comenzó poco después de la llegada de Somoza al Paraguay. Habremos empezado a fines del ´79; hicimos una serie de cursos sobre métodos conspirativos, seguimiento, chequeo de objetivos, utilización de distintos tipos de comunicaciones (…) Ya estábamos en Asunción siete personas, con la misión de ubicar el paradero de Somoza y planificar la acción para emboscarlo (…) nuestra prioridad era saber dónde vivía Somoza. Habíamos llegado a conocer una dirección, pero resultó ser la de su domicilio anterior. A la compañera que simulaba ser pareja de Roberto Sánchez se le ocurrió la idea de tomar un taxi y decirle al conductor: “Mire, voy a una peluquería que me dijeron que queda a una cuadra de la casa de Somoza”. Somoza era muy conocido ahí, era el amigo de Stroessner. El taxista, claro, no sabía dónde quedaba la casa de Somoza, pero paró en la primera comisaría que encontró y ahí preguntó. La policía respondió: “Queda en la Avenida España…” y fueron. Lo sorprendente fue que, efectivamente, dos cuadras y media de donde vivía Somoza había una peluquería de mujeres y ahí bajó la compañera. Así ubicamos su casa”. (Zub Centeno, 2016, pág. 99)

Entre la versión anterior y está básicamente es la misma únicamente con ligeras variantes en su análisis. 

Carro de Somoza momentos después del atentado. (Zub Centeno, 2016, pág. 104)


Bibliografia 

Gorriaran Merlo, E. (2003). Memorias de Enrique Gorriarán Merlo : de los Setenta a La Tablada. Buenos Aires : Planeta .

Zub Centeno, M. (2016). Somoza en Paraguay. Vida y muerte de un dictador. . Managua : Hispamer.


¿Quién mató a Somoza?

 

Anastasio Somoza Debayle (1925-1980)

De conocimiento público es que a Somoza lo mató una emboscada  perpetrada por guerrilleros argentinos en Paraguay, en pleno centro de la capital Asunción, desarrollandose una de las dictaduras militares más ferreas y desalmadas en América del Sur, integrante del Plan Cóndor, en este contexto histórico surgen hipotesis alternas a estos hechos aprendidos a traves de los años. 

En el devenir de los años diferentes libros sobre el tema se han escrito, desde esta perspectiva comenzaremos por uno de los actores intelectuales del atentado (según su relato) Enrique Gorriaran Merlo nos relata en sus Memorias sobre este acontecimiento, que en el devenir histórico de Paraguay y Nicaragua ha quedado plasmado en su memoria histórica; pero quén era Gorriarán y porque el atentado contra Somoza, este un militante confeso de la izquierda argentina, estuvo en la lucha del Frente Sur contra la dinastia somocista, posteriormente al triunfo de la Revolución Popular Sandinista se queda en nuestro pais organizando el Ministerio del Interior con otros argentinos. 

Hipotésis de Gorriaran Merlo, (Gorriaran Merlo, 2003, pág. 525)

 “La acción contra Somoza no fue concebida como un atentado individual, por venganza, sino como una emboscada contra el jefe de la contrarrevolución nicaragüense”

Al llegar al poder nos encontramos con que ahí tampoco desaparecían esas contradicciones. La diferencia era que el poder brindaba la posibilidad de menguarlas; ofrece alternativas y abre opciones que permiten ir soslayando las divergencias. Pero ahí las discrepancias existían. Por ejemplo, algunos planteaban eliminar por completo la propiedad privada; otros sostenían que la presencia de tantos curas en el gobierno no contribuía a darle un carácter completamente revolucionario...

No obstante, hubo una decisión en la que todo el mundo coincidió: la expropiación o incautación de todos los bienes de Somoza y de los somocistas. Claro, dicho así parece insignificante, pero los bienes de Somoza y de los somocistas eran la propiedad de más de la mitad del país. Eran los bienes acumulados por la familia Somoza durante cuarenta y cinco años, desde el ’34. Porque después del asesinato de Sandino, cuando los norteamericanos se retiraron dejaron al padre, a Somoza García, como jefe de la Guardia Nacional. El Somoza que ajustició Rigoberto López Pérez.

Y a partir de ahí ellos hicieron una acumulación de riqueza impresionante, manejando todo como si fuera su propia empresa.

Sobre la base de la confiscación de esos bienes se formó lo que se llamó Área de Propiedad del Pueblo, que era el sector estatal de la economía, y se llevó a la práctica un proyecto de economía mixta. Y eso fue tan importante que sirvió de base para implementar transformaciones económicas y sociales fundamentales: en la educación, en la salud, en la vivienda, en la seguridad social, en la alimentación.

A través del Ministerio de Comercio Interior se distribuía la alimentación básica a toda la población, no le faltaba a nadie. Para mí fue una experiencia ejemplificadora, porque era increíble ver –en un país pobre– cómo, con una distribución equitativa de los bienes, se había logrado un avance social de proporciones, hasta poco antes, impensadas.

Otro aspecto importante fue que se había terminado con la Guardia Nacional –el ejército somocista–, y se había constituido el Ejército Popular Sandinista. Hoy se llama Ejército Nacional de Nicaragua y su actual jefe es uno de los líderes guerrilleros que en aquella época insurreccionó el norte del país, Javier Carrión.

También un objetivo importante de la Revolución fue la campaña de alfabetización. Cuando el Frente Sandinista llegó al poder había un 56 por ciento de analfabetismo, después de una gran campaña esa cifra se redujo al 12 por ciento; esa polític a fue acompañada por una posterior escolarización masiva que –durante la Revolución– llevó los niveles de analfabetismo a cifras de un dígito; eso, en diez años.

En síntesis, los tres objetivos principales de la Revolución se lograron: la construcción del Estado revolucionario, para lo cual había que crear una nueva estructura de seguridad; la reconstrucción nacional, porque el país había quedado en bancarrota –Somoza se había ido con el avión, con el dinero y hasta con el velador, se había ido con todo–, y la Cruzada de Alfabetización, que así se llamaba.

Y realmente fue espectacular, porque miles de estudiantes fueron a colaborar al campo, a lugares recónditos que jamás habían conocido ni imaginado conocer, y se produjo, por primera vez, una relación de solidaridad muy grande entre la población, lazos que no habían existido, históricamente, en Nicaragua. Y eso es un sello de la Revolución que se resiste a retroceder, ni siquiera ahora han podido revertir todas esas conquistas; a pesar de los diez años de guerra y de todo tipo de difamaciones aún hoy el Frente Sandinista saca el 45 por ciento de los votos en elecciones libres.

Era una revolución democrática, salir del ostracismo y el oscurantismo de la dictadura a una revolución democrática; con contradicciones, sí, pero democrática. 

Nosotros comenzamos trabajando en el grupo que organizaba la seguridad del Estado, y yo pasé a la parte de Inteligencia. A partir de la información que obteníamos y de los hechos que se sucedían, teníamos plena conciencia de que, inmediatamente después de haber asumido el poder, había empezado una actividad tendiente a crear lo que después fue la guerra contrarrevolucionaria.

Mientras tanto, Somoza –que después de huir se asiló en los Estados Unidos– fue recibido en Paraguay por Stroessner, que era el otro emblema de las dictaduras del siglo XX en América latina.

Simultáneamente, nosotros teníamos noticias ciertas de que Somoza quería retomar el poder y sabíamos que estaba abocado a conformar una fuerza militar contra la junta de gobierno que lo había reemplazado.

Ante esa situación, con el conocimiento y la aceptación de toda la dirección del Frente Sandinista, se propuso comenzar a trabajar para actuar directamente sobre el mando de la conspiración representado por su jefe máximo: Somoza. La idea surgió a fines de noviembre del ’79, poco después de su llegada al Paraguay. Y la acción contra Somoza no fue concebida como un atentado individual, por venganza, sino como una emboscada contra el jefe de la contrarrevolución nicaragüense.

Él estaba operando directamente con algunas fuerzas internas de Nicaragua y de ahí obteníamos buena parte de la información.

Somoza homogeneizaba la fuerza, coordinaba y garantizaba el financiamiento de los primeros contingentes de la contrarrevolución que empezaba. Sabíamos que vivía en Asunción del Paraguay, pero contábamos con pocos datos con relación a su domicilio y sus movimientos cotidianos. Esas averiguaciones no podían hacerse abiertamente porque despertarían las sospechas de sus oficiales de inteligencia.

Entonces reunimos un grupo de doce compañeros, que estaban bajo mi responsabilidad, y comenzamos a prepararnos para actuar sobre Somoza en Asunción. Habremos empezado a fines del ’79; hicimos una serie de cursos sobre métodos conspirativos, seguimiento, chequeo de objetivos, utilización de distintos tipos de comunicaciones. Las jornadas eran intensas: se iniciaban por la mañana, con gimnasia; luego se hacían los cursos todo el día y, al caer la tarde, nuevamente gimnasia. Es decir, teníamos en cuenta no sólo la preparación técnica, digamos, sino también la física.

Ahora bien, los doce compañeros que participaban en la preparación no conocían cuál era el objetivo, porque nosotros no sabíamos cuántos de ellos intervendrían; eso dependería de la situación. Todos eran argentinos, provenientes del PRT-ERP.

A todo esto ya habían llegado alrededor de cincuenta o sesenta compañeros nuestros, que tenían previsto participar en la guerra revolucionaria, pero como ésta triunfó imprevistamente el 19 de julio, algunos llegaron después de la victoria. Después se sumaron a la lucha contra la contrarrevolución, en la montaña, en condiciones sumamente difíciles, porque se enfrentaban a una tropa asesorada directamente por Estados Unidos... y también por militares argentinos...

Cuando completamos nuestra preparación ya habíamos estudiado los argumentos que emplearíamos para justificar nuestra permanencia en Asunción. Todo nuestro conocimiento sobre Paraguay se basaba en libros, documentación, algún estudio teórico sobre la realidad paraguaya; sólo un compañero había estado ahí, pero muchos años atrás.

Mientras seguíamos precisando detalles, enviamos un primer grupo de dos –Manuel Beristain y una compañera– a Asunción para estudiar las condiciones del lugar y para verificar si los argumentos previstos para permanecer ahí se adecuaban a la realidad. Y también para tratar de averiguar el domicilio de Somoza. Llegaron a Paraguay en febrero del ’80, estuvieron unos quince días y volvieron con información que nos fue muy valiosa, porque era la única obtenida sobre el terreno. Sin embargo, no habían podido determinar el domicilio de Somoza.

Pero sí recogieron datos sobre hoteles, lugares para alquilar, y otros que sirvieron para verificar la viabilidad o no de los distintos argumentos posibles que habíamos pergeñado para poder permanecer en Paraguay.

Por ejemplo, gracias a esa información descartamos de plano una alternativa, porque uno de los compañeros planeaba ir con la excusa de poner una gran agencia de automóviles en Asunción. La idea era estudiar el mercado para justificar la permanencia por unos meses, sin concretar la inversión que no pensábamos ni podíamos realizar. Pero resultó que en Asunción vendían automóviles de tres precios: un auto que no podía entrar ni a la Argentina ni a Brasil valía mil dólares, por ejemplo; si podía entrar a uno de los dos países, costaba tres mil, y si era totalmente legal, que podía entrar a todos, se cotizaba a diez mil, que era el precio oficial. A los autos contrabandeados de Argentina o Brasil les llamaban “nacionalizados”, era el robo legalizado por el Estado. Esa variante quedó fuera de carrera, hubo que cambiar el cuento. Hacer negocio vendiendo autos en Paraguay era más difícil que tocar el piano con los codos.

Los compañeros habían vuelto en marzo, y a principios de abril ya fueron otros dos compañeros para trabajar sobre la acción: Santiago Irurzún y Claudia Lareu. A fines de abril, comienzos de mayo, fuimos una compañera y yo, y enseguida fueron Roberto Sánchez y otra compañera; también en mayo fue otro compañero que viajaba solo. Ya estábamos en Asunción siete personas, con la misión de ubicar el paradero de Somoza y planificar la acción para emboscarlo.

Estuvimos ahí un tiempo, con distintas historias armadas sobre nuestras personalidades. Algunos, que simulábamos que estábamos haciendo un estudio sobre las raíces indígenas de Paraguay, íbamos a las bibliotecas, y a otros lugares. El compañero que iba solo llevaba una cobertura sumamente sencilla: él iba a Paraguay porque tenía una novia paraguaya que vivía en la Argentina, y estaba ahí con el fin de conseguir trabajo para que cuando su novia regresara a Asunción él tuviera una vivienda y un medio de vida apto; la excusa era creíble –lo comprobamos– y bien popular: si no hacía eso el padre de la novia no los dejaba casar.

Nuestra prioridad era saber dónde vivía Somoza. Habíamos llegado a conocer una dirección, pero resultó ser la de un domicilio anterior. A la compañera que simulaba ser pareja de Roberto Sánchez se le ocurrió la idea de tomar un taxi y decirle al conductor: “Mire, voy a una peluquería que me dijeron que queda a una cuadra de la casa de Somoza”. Somoza era muy conocido ahí, era el amigo de Stroessner. El taxista, claro, no sabía dónde quedaba la casa de Somoza, pero paró en la primera comisaría que encontró y ahí preguntó. La policía le respondió: “Queda en la Avenida España...” y fueron. Lo sorprendente fue que, efectivamente, dos cuadras y media de donde vivía Somoza había una peluquería de mujeres y ahí bajó la compañera. Así ubicamos su casa.

A partir de entonces, deberíamos abocarnos a sus movimientos, pero no podíamos pararnos enfrente de su casa y esperar que saliera. Presumíamos que si bien sus recorridos no serían tan regulares, normalmente se dirigiría hacia el centro de la ciudad, donde estaban los organismos del Estado. Hacia el otro lado, lo que quedaba era el camino al aeropuerto de Asunción, pero eran barrios pobres que no hacían presuponer que pudieran ser visitados por ese hombre.

La avenida que se dirige al centro no es ancha, pero sí muy larga y de bastante tránsito, de dos manos. Y ya nuestro objetivo era verlo, visualizarlo, saber hacia dónde iba y en qué lo hacía. Nosotros no lo conocíamos personalmente, pero estábamos tan compenetrados de la situación que teníamos la seguridad de que lo identificaríamos apenas lo viéramos. Entonces comenzamos a recorrer la avenida por turnos, tratando de verlo, de cruzarnos con él. Por ejemplo, salía yo de una esquina, caminaba unas veinte cuadras, despacito, mirando los autos que pasaban, una hora, y volvía veinte cuadras de nuevo, también despacito. Al llegar, me reemplazaba otro, y así, entre los siete cubríamos prácticamente todo el día, toda la avenida.

Después alternábamos, por si doblaba hacia la otra avenida, porque justo paralela a la avenida España corría otra avenida, Francisco Solano López, que también se dirigía al centro, y ambas estaban unidas por calles transversales. En ese momento las dos compañeras, el Gordo Roberto Sánchez y yo compartíamos la misma casa; Santiago y Claudia estaban en otra que habían alquilado en el barrio Lambaré, que fue en la que después, al final, cayó Santiago. Y así pasaban los días, pasaban y pasaban y no lo ubicábamos; junio, julio, y no lo habíamos visto. Hasta que un día el Gordo Roberto Sánchez salió a comprar algo en un vehículo que teníamos y se lo cruzó en una calle. ¡De casualidad! ¡No estaba buscándolo!

El Gordo, conmovido y agitado, volvió como un rayo a la casa, porque ya empezábamos a sentirnos como frustrados. Y ahí agregamos dos datos: había comprobado que físicamente estaba como se lo veía en las fotos y, además, conoció el auto en el cual se movía. Era un Mercedes-Benz, precisamente el mismo que usó el día de la emboscada. Así que entonces tratamos de circunscribir nuestros movimientos a ver cuándo salía de su casa y hacia dónde iba. Ahí comenzamos a verlo seguido, una semana no estuvo, pero luego salía y entraba con bastante irregularidad.

En ocasiones salía por la mañana, a veces lo hacía por la tarde, otras no salía, pero siempre con un solo chofer, un tal Genie que había sido jefe de seguridad en Nicaragua, un torturador famoso, que era general y al mismo tiempo chofer de Somoza.

Siempre andaba con él y un grupo de guardaespaldas paraguayos que iban en otro vehículo. Tanta irregularidad en su rutina nos dificultaba las cosas. No podíamos estar las veinticuatro horas en la calle, estábamos demasiado expuestos, no era conveniente ni para comprobar sus movimientos ni tampoco para llevar a cabo la acción.

Fue entonces que vimos la necesidad de buscar un lugar que pudiera servir de punto de observación fijo y en el que, además, pudiéramos justificar nuestra presencia ahí. A dos cuadras de la vivienda de Somoza, en el cruce de dos avenidas, había dos kioscos –uno enfrente del otro– sobre la calle España, uno que vendía más y otro que vendía menos. Se nos ocurrió que el compañero que supuestamente estaba buscando trabajo por la novia que iba a venir de la Argentina, le propusiera al kiosquero que vendía poco hacer una sociedad, en la que el compañero nuestro ponía el trabajo, estaba todo el día ahí e incorporaba revistas y otras publicaciones, con el propósito de subir las ventas... El hombre aceptó y nuestro compañero comenzó a trabajar de kiosquero.

Estábamos a principios de agosto. El kiosco era una especie de garita que estaba al lado de un bowling, él sólo estaba sentado u ordenando las revistas, lo que le permitía observar hasta la casa de Somoza y todo lo que se produjera en las cercanías. Y pudimos ratificar que Somoza se movía con Genie, con la guardia, siempre hacia el centro, siempre volvía también del centro, y todo por la avenida España. Pero los movimientos continuaron siendo muy intermitentes. 

Esa irregularidad nos hizo caer en la cuenta de que para montar la acción contra Somoza nosotros teníamos que tener también un lugar en el que pudiéramos estar constantemente.

Empezamos a buscar una casa para alquilar sobre la avenida España, lo más cerca posible de la casa de Somoza y del kiosco y encontramos una a dos cuadras y media de ahí.

Ese era el barrio más lujoso de Asunción, ahí vivían todos los funcionarios del gobierno de Stroessner y la casa que alquilamos quedaba a una cuadra y media del cuartel de la seguridad de Stroessner; en estos chequeos nosotros llegamos a ver muchas más veces a Stroessner que a Somoza. El dictador paraguayo iba en un auto, en ocasiones manejando él, con dos motos de custodia; tenía menos cuidado que Somoza. Ahí tuvimos una ventaja: la represión en Paraguay había sido tan grande que los servicios de seguridad tenían una gran confianza en su control de la situación.

Las únicas medidas que tomamos fueron limitar al mínimo indispensable los contactos con terceras personas y no mezclarnos en conversaciones contra el gobierno, y tuvimos muchos menos problemas que los que pensábamos.

Por otra parte, teníamos que reforzar la seguridad del compañero del kiosco, sobre todo en relación con el vecindario –que en realidad eran los miembros de seguridad que custodiaban las mansiones de los funcionarios–; por iniciativa de él compramos revistas pornográficas, y las puso en el kiosco, pero no a la vista. Y se las ofrecía a los miembros de seguridad que prontamente se hicieron clientes, se hizo amigo de toda la guardia de la zona. La propuesta resultó atrayente.

Si bien nosotros habíamos encontrado la casa adecuada, para conseguir alquilar una propiedad en un barrio tan lujoso debíamos tener argumentos creíbles. Barajamos varias alternativas, hasta que decidimos que lo mejor era argüir que ahí viviría Julio Iglesias.

Recordamos que Julio Iglesias interpretaba la canción El lago de Ipacaraí, y armamos toda una historia: que era muy obsesivo, que quería que le decoráramos la casa a su gusto y, por lo tanto, tenían que sacar todos los muebles que había, y, sobre todo, que su estadía ahí debía permanecer en secreto hasta su arribo. Sabíamos que los dueños, de todos modos, se lo dirían a bastante gente, pero se sentían contentísimos de recibir en su propiedad a semejante artista y, por otro lado, adoptaron como cierto aire de complicidad al comprometerse a mantener la confidencialidad.

Hicimos un contrato en el que la compañera que alquilaba era representante personal de Julio Iglesias, y como documento presentó un carnet, lógicamente falso, de la Asociación de Artistas Argentinos. La compañera avisó al propietario que un grupo de personas iría a trabajar un tiempo a la casa para decorarla según los caprichos de Julio Iglesias. Así Santiago, el Gordo y yo –los decoradores– hicimos nuestra entrada a la vivienda. Y podíamos permanecer ahí el tiempo necesario. Lo primero que hicimos fue colocar las cortinas, dar la sensación que estábamos trabajando... y nos dedicamos a la planificación. Realizamos pruebas para confirmar que recibiríamos bien la señal del equipo de comunicación. Vía walkie-talkie, el compañero vendedor de revistas nos avisaba cada vez que pasaba un auto que, simulábamos, era el de Somoza. Sobre esa base comenzamos a estudiar, cuánto demoraba en llegar hasta la casa, dónde debíamos ubicarnos nosotros para realizar la acción, en qué momento había que disparar... la custodia siempre iba atrás... Eran obviamente prácticas ficticias, pero que nos sirvieron para entrenarnos y compenetrarnos bien en la futura acción.

También existía la posibilidad –mucho menos riesgosa para nosotros– de emplear explosivos. Precisamente estaban arreglando la vereda del kiosco y podríamos haberlo hecho. Pero de inmediato descartamos esa variante, porque era una zona muy transitada y había muchas probabilidades de afectar a terceras personas que pasaran en otro auto por ahí; y si había algo que cuidábamos meticulosamente era no causar un drama a gente que no tuviera nada que ver con la situación.

El armamento con que contábamos era una bazooka RPG2 – que era de origen chino y se compraba fácilmente en el mercado internacional; después de la guerra de Vietnam, en América latina se conseguían sin mayores problemas– y dos ametralladoras Ingam, también compradas en el mercado negro de armas. Las otras armas que teníamos eran un fusil M16 y dos pistolas.

Somoza usaba indistintamente dos vehículos: uno, blanco, blindado, y otro –el azul, en el que iba ese día– sin blindar. Por el azul la necesidad de la bazooka, porque su disparo podía penetrar en el blindaje sin inconveniente. Santiago era el que la manejaba, había practicado mucho y tenía un porcentaje de efectividad del cien por ciento contra un vehículo que marchara a 40 kilómetros por hora; era un tirador muy bueno, igual que Roberto. De los tres, yo era el peor tirador.

También previmos que podía suceder que el cohete fallara – que es lo que pasó– porque eran armas viejas y los cohetes tienen una vida útil determinada. Teníamos sólo dos cohetes, y podía ocurrir que, si fallaban, Somoza siguiera, se nos escapara. Y como esa acción no podía volver a repetirse, debía realizarse ahí sí o sí.

Por lo tanto, el Gordo debía salir desde el garaje manejando la camioneta que teníamos y cortar el tránsito, para demorar lo más posible a Somoza y su custodia y que nosotros pudiéramos llevar a cabo el cometido.

Yo debería indicar el inicio de la acción: apenas recibiera el aviso radial de que Somoza había salido, debía ir hasta casi la vereda –porque la casa tenía un jardín adelante–, esperar a que el vehículo llegara a un punto, darle la señal a Santiago, que estaría ubicado detrás de mí, en la puerta de entrada de la casa con la bazooka preparada, y a Roberto, que estaría con la camioneta en marcha. Ambos esperarían que yo subiera y bajara mi brazo como señal de que debían salir y actuar.

Nosotros habíamos entrado a la casa el 18 de agosto y estábamos en la planificación y en los preparativos. El 22 de agosto, cuando ya teníamos todo comprobado y habíamos decido hacer la operación, imprevistamente, Somoza no apareció... y no apareció hasta el 10 de setiembre. Fueron casi veinte días en que no supimos qué había sucedido. Estábamos seguros de no haber despertado sospechas, pero también pensábamos que a lo mejor se habían dado cuenta de algo. En principio nos quedamos hasta el 27 de agosto en la casa y después, con la excusa de ir a comprar unos muebles, la dejamos hasta que tuviéramos noticias del regreso de Somoza y poder retomar el montaje de la operación. Iba alguno diariamente, como para mostrar una presencia y evitar que alguien pensara que nos fuimos.

El 10 de setiembre el compañero del kiosco nos avisó del retorno de Somoza. Más adelante nos enteramos que se había ido al campo, pues había comprado unas tierras en el Chaco paraguayo. El 11 ya estuvimos de vuelta en la casa remontando todo.

Pasó ese día y el siguiente y el siguiente... y otra vez no aparecía. En esos días dos personas nos tocaron el timbre: un vecino que quería saber si era cierto que Julio Iglesias iba a vivir ahí y otro para preguntar si la casa estaba en alquiler. También a veces nosotros encargábamos comida para que nos la trajeran, para que se viera que estábamos trabajando en la decoración de la casa. 

Esas fueron las únicas personas que llegaron a la puerta de la casa en todo ese tiempo. 

Pasó una semana hasta que reapareció, por segunda vez, Somoza. Después supimos que había vuelto a ir al Chaco paraguayo. El 17, bien temprano a la mañana, Santiago dijo: “Hoy, a las 10 de la mañana, viene”. Y vino a las 10. Fue un presentimiento increíble. A esa hora exacta, a las 10 de la mañana, como había hecho justo una semana antes, pasó.

Ahí recibimos la señal, que simplemente consistía en el color del auto: “blanco-blanco” fue. Salí hasta casi la vereda, vi el auto, di la señal en el momento que estaba previsto darla, salió Santiago, el Gordo se acomodó con la camioneta y cortó el tránsito, pero escuché un ruido y cuando me di vuelta vi a Santiago en el suelo: el cohete había fallado, no había salido de la bazooka y él estaba cambiándolo.

El tránsito quedó parado y apareció el auto en frente mío, justo en frente, como a tres metros, y ahí se quedó parado. Al mirar, de entrada me sorprendí: el chofer no era el mismo, no era Genie, y Somoza no iba adelante –como siempre hacía– sino que iba atrás, y a su lado iba otra persona que después nos enteramos que era un financista colombiano, que quién sabe quién sería porque ni siquiera se quejaron por él. Atrás venía el vehículo de la custodia con cuatro o cinco guardias.

Claro, ya a esa altura tuvimos que sacar las armas y Roberto y yo disparamos, porque Santiago había quedado en esa situación comprometida. Simultáneamente los de la custodia –y mi misión era justamente contrarrestarlos a ellos– bajaron del vehículo y se parapetaron detrás del paredón que dividía la casa en que estábamos nosotros de la de al lado. Además estaban el colombiano, Somoza y el chofer.

Nosotros disparamos sobre el auto de Somoza hasta que los custodios comenzaron a dispararme; yo me quedé sin municiones y, frente a eso, Roberto disparó sobre los guardias con un FAL y saltaron los ladrillos de arriba del paredón, lo que los obligó a agacharse. Eso me dio un aire para entrar en la casa y tomar una ametralladora, que era el arma que teníamos de repuesto. Santiago también entró conmigo, ya había cambiado el cohete y, desde adentro, desde la puerta de la casa, disparó con la bazooka sobre el vehículo. El cohete aniquiló el auto. Los custodios dejaron de disparar. Todo esto sucedió en cuestión de segundos.

Santiago y yo corrimos por dentro desde la puerta principal de la casa hasta el garaje, subimos a la camioneta, como estaba previsto, y nos fuimos con Roberto. Cuando el Gordo había cruzado la camioneta se había generado una larga caravana de autos parados por el corte de la avenida, pero, después de tantos disparos, no había quedado ninguno, la calle estaba desierta. La ruta estaba libre.

Salimos con la camioneta sin darnos cuenta de que había sufrido averías por el tiroteo. Doblamos hacia la izquierda en la primera esquina saliendo de la calle España, y a treinta metros el vehículo se detuvo, no anduvo más. Obviamente después de semejante situación no había nadie en las calles, ni siquiera otros coches. Hasta que apareció un auto de frente; lo paramos, hicimos descender a su conductor y nos fuimos en ese auto. Los tres, Santiago (Hugo Irurzún), el Gordo (Roberto Sánchez) y yo.

https://www.youtube.com/watch?v=tNMU5YZ80FA